El bueno de Atticus

«Atticus Finch no hacía nada que pudiera despertar la admiración de nadie: no cazaba, no jugaba al póker, no pescaba, no bebía, no fumaba, se sentaba y leía». Así presenta Harper Leeal protagonista de Matar a un ruiseñor en su novela homónima, premiada con el Pulitzer de 1961. Todo un alegato por de libertad y honestidad, contra el racismo que, en los últimos tiempos, algunos colectivos estadounidenses supuestamente bienintencionados quieren retirar de las escuelas por evidenciar las fobias sociales. Pretextan proteger la inocencia de sus escolares. Supongo que muchos de los defensores de este movimiento también se opondrán al uso de las vacunas por parecidos motivos o solo tendrán sintonizado el canal Disney.

to-kill-a-mockingbird-movie-poster-1963-1020144082.jpg

A lo que íbamos. Un hombre corriente asume la defensa de un aparcero negro, acusado injustamente de forzar a una muchacha blanca, durante la Gran Depresión en un olvidado pueblo de Arizona. Ése es Atticus. Por cumplir su deber con la ley,  se enfrenta a sus vecinos. Gente de bien que, por prejuicios, incluso intentará cometer un linchamiento.

«El verdadero arrojo es cuando sabes que tienes todas las de perder, pero emprendes la acción y la llevas a cabo a pesar de todo», sentencia el letrado sureño.

Robert Mulligan dirigió la adaptación homónima protagonizada por un impresionante Gregory Peck.Obtendría el Oscar por tan memorable actuación. Su alegato final ante el tribunal es estudiado por actores y aspirantes de todo el mundo.

Peck humaniza al personaje al tiempo que le dota de un aplomo que pocos oradores consiguen alcanzar. Comienza su discurso calmado, en contraste con la ira que se respira en la sala. Tranquilamente se levanta, pasea por la sala con las manos en los bolsillos de su chaleco. Sabe aguardar hasta que el auditorio permanece en silencio y centra su atención en él.

Al igual que en muchas películas del Hollywood clásico, divierte ver cómo el diseño de vestuario contribuye, casi puerilmente, a caracterizar a los personajes.  Sólo hay que recordar el arquetipo del vaquero bueno calzándose un sombrero inmaculado frente al villano de sombrero estrecho y oscuro de El hombre que mató a Liberty Valance (de John Ford).


matar-a-un-ruisenor--644x362.jpg

Finch viste un impoluto traje de lino blanco, con chaleco y corbata de nudo perfecto. Por su parte, el fiscal, portavoz de un pueblo inculto y cargado de prejuicios, luce una imagen desaliñada. Es la perfecta metáfora de la manera en la que ha planteado el caso. Durante el juicio asiste a las intervenciones de su oponente repanchingado en el asiento, con la pierna sobre el reposabrazos, siempre mordisqueando algo. La parte estrecha de la corbata sobresale bajo el ancho. Una eterna cara de aburrimiento subraya su actitud.

Si continuamos con la forma, Finch domina el espacio, colocándose según el momento del discurso. Permanece sobrio, sin demasiados aspavientos. Un claro ejemplo de gestualidad bien aprovechada se da cuando emplea sus manos para visualizar sus palabras («Había que quitar a Tom Robinson de en medio, barrerlo. Constituía el recuerdo constante de lo que ella había hecho») al simular la acción de echar hacia atrás.

Sabe a quién se dirige, quiénes son los últimos receptores de su mensaje, aquellos a los que ha de convencer. Y, en todo momento, su mirada se posa fijamente a los miembros del jurado para que sus palabras perforen sus conciencias.

Finch arranca el alegato con contundencia. No se anda con rodeos y deja clara su postura desde el principio: «Empezaré diciendo que este caso no debería haberse traído ante un tribunal desde el momento en el que la acusación no ha presentado ninguna prueba médica de que el delito del que se acusa a Tom Robinson se hubiera consumado».

En un conciso repaso, recuerda cómo ha refutado, una por una, las escasas pruebas circunstanciales presentadas por el fiscal. Una vez desmontado el caso, ataca directamente la raíz del problema: el racismo.

El abogado se muestra cercano a sus convecinos apiadándose de la testigo principal, que ha presentado una falsa declaración al avergonzarse de sentirse atraída de alguien de otra raza, «yo no siento sino compasión y muy sincera… Ella es víctima de una cruel pobreza e ignorancia».

Inmediatamente contrapone la situación de ésta con las consecuencias que aguardan al detenido: «pero mi compasión no puede llegar nunca hasta el extremo de poner en juego la vida de un hombre, que es, en realidad, lo que ella ha hecho para tratar de ocultar su propia culpabilidad. (…) Fue el hecho de sentirse culpable lo que la impulsó a esa acusación».

Ese remordimiento es usado por el letrado para evidenciar las verdaderas causas del juicio y atacar el racismo de su sociedad. Lo combate humanizando al acusado. Recuerda que tan persona como los blancos, con familia y sentimientos. Asimismo ridiculiza el crimen que ella trata de ocultar con su perjurio, besar a un hombre negro.

Sabe que los mismos prejuicios que corrompen a testigos y público, también se adueñan del jurado. Por este motivo, basa su argumentación en dos principios fundamentales, que inspiran a las personas honestas de su tiempo, la ley («En este país tienen que ser de una gran equidad. Para ellos todos los individuos han nacido iguales») y la religión («En el nombre de Dios, cumplan con su deber. En el nombre de Dios, den crédito a Tom Robinson»).

El discurso concluye con esta invocación al deber, ese extraño concepto, sin el refrendo de aplausos enardecidos o furibundos abucheos. Silencio, solo silencio. Así nos invita Mulligan a digerir un discurso preñado de reflexiones morales. Para conocer la decisión del jurado, sólo tienen que ver la película.

Angel Domingo